Por Diana Cohen Agrest
¿Deberían los profesionales de la salud participar en abortos inducidos en aquellos casos contemplados en el artículo 86 del Código Penal argentino (cuando se evita un peligro para la vida o la salud de la madre y si este peligro no puede ser evitado por otros medios; o si el embarazo proviene de una violación o de un atentado al pudor cometido sobre una mujer idiota o demente)? ¿Deberían los profesionales sanitarios participar en un procedimiento eutanásico ante el pedido de un paciente agónico que está sufriendo o en tratamientos de fertilización asistida en parejas homosexuales, suponiendo que estos tipos de procedimientos estuvieren contemplados en la legislación?
En caso de disentir, un médico, una enfermera, o todo aquel que sea miembro de un equipo de salud ¿puede negarse a atender a un paciente por una cuestión de conciencia?
Éstas son algunas de las circunstancias en las que la autonomía profesional puede entrar en colisión con otros valores. En el ámbito médico, no es un problema menor, y se resume en la siguiente encrucijada ética: ¿Cuáles son las obligaciones profesionales frente a un paciente que solicita un tipo de atención o de intervención con el cual el profesional no está de acuerdo?
Tradicionalmente, el recurso a la objeción de conciencia era empleado por quienes, fundándose en razones morales o religiosas, rechazaban alistarse como soldados en un conflicto bélico (cumpliendo, en su lugar, funciones administrativas o de otro orden) o hasta se negaban a formar parte de las fuerzas armadas de un país (fue el caso de los pacifistas o antimilitaristas que se oponían a realizar cualquier actividad en el ejército). El derecho a la oposición de conciencia es el rechazo al cumplimiento de una obligación legal que, en una situación concreta, es incompatible con las convicciones personales defendidas por una persona dada. Por cierto, el acto privado del médico que, alegando la figura de objeción de conciencia, se niega a realizar una intervención en el paciente, puede fundarse en el principio de autonomía profesional que validaría su rechazo en llevar a cabo la intervención. Pues bien, la conciencia ¿es una justificación suficiente para no cumplir con las obligaciones profesionales?
Si pensamos, por ejemplo, en la medicina como una profesión —y a diferencia, por ejemplo, de los valores que gobiernan el mundo empresarial—, el médico contrajo un compromiso público de atender al paciente y se atiene a un código de ética profesional. En especial en nuestro país, donde hasta hace muy poco las universidades médicas privadas no existían, estudiar medicina implicaba una inversión de la sociedad en quienes serían los futuros cuidadores de la salud de la población. Por otra parte, los médicos, quienes se comprometieron personalmente a cumplir con sus responsabilidades profesionales, ejercen una especie de monopolio: sólo ellos pueden ejercer su arte.
Si es así, la objeción de conciencia ¿no es una falta a las obligaciones profesionales? Los célebres bioeticistas Beauchamp y Childress sostienen que el médico tienen un derecho limitado a la autonomía profesional, de manera tal que puede excusarse de atender a un paciente sólo en la medida en que haya otro profesional que pueda hacerlo en su lugar. En otras palabras, toda vez que un miembro del equipo de salud, alegando objeción de conciencia, rechaza atender a un paciente, tiene la obligación moral de derivar al paciente a otro profesional que esté dispuesto a cumplir con las obligaciones profesionales.
Por cierto, todo dilema moral es despótico: aunque es tema de discusión si se puede obligar al profesional a realizar actos en contra de sus convicciones, también es cierto que no se puede perjudicar a los pacientes o hacer abandono de los mismos.
El profesor de Bioética de la Universidad de Oxford Julian Savulescu sostiene que quienes no están preparados para proporcionar servicios legalmente reconocidos cuando éstos entran en conflicto con sus valores, no deberían ser médicos: si el servicio a los pacientes dependiera de los valores de los médicos, ese condicionamiento obligaría a los enfermos a buscar alternativas viables, produciéndose ineficiencia y gasto inútil de recursos en el sistema de salud. Pero en contrapartida, y en defensa de la objeción de conciencia, reconoce que obligar al profesional a realizar un acto con el que no está de acuerdo implica limitar su poder de autodeterminación.
Con el fin de compatibilizar las razones en juego, Savulescu declara que la objeción de conciencia debería permitirse solamente cuando no se compromete la calidad y eficiencia de la atención médica. Por ejemplo, un médico puede rechazar realizar un aborto si hay otro médico dispuesto a realizarlo. Su postura puede ser resumida en los puntos siguientes: las convicciones personales del médico no deben interferir con la atención brindada al paciente; el médico deben ser consciente de su responsabilidad de suministrar todos los tratamientos legalmente autorizados; la objeción de conciencia es admisible sólo en el caso de haber suficiente disponibilidad de profesionales que acepten proporcionar los servicios solicitados; el objetor de conciencia debe asegurarse de que los pacientes conozcan sus derechos y de derivar a éstos a otros profesionales y debe ser sancionado si pone en riesgo la atención de sus pacientes.
Parecería entonces que la objeción de conciencia es una figura respetable, con la salvedad mencionada en el ámbito personal del profesional. Pero dado que su justificación radica en el peso de las convicciones ¿acaso la institución en la cual trabaja un profesional médico puede reclamar para sí el mismo derecho? ¿Acaso ese derecho puede ser ampliado e incluir algo así como una “objeción de conciencia institucional”? El interrogante inmediato es, pues, ¿acaso las instituciones tienen conciencia? Pareciera que, en principio, dicha expresión es un contrasentido: si es conciencia (cuando menos, en los términos en que hoy se suele emplear dicho concepto), no puede ser institucional.
Huelga decir que dicha figura, citada más de una vez, puede encubrir cierta presión o manipulación institucional —explícita o implícita— ejercida sobre el profesional, quien concluye por adherir a una causa no necesariamente elegida por convicciones personales. Y allí no se trata de una genuina objeción de conciencia sino de otras cuestiones, tanto o más controvertidas, que caen fuera del campo de la ética.
Dra. Diana Cohen Agrest
Doctora en Filosofía (UBA). Magíster en Bioética, Monash University, Australia. Docente e Investigadora de la carrera de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Becaria del Kennedy Institute of Ethics, Georgetown. Autora de Por mano propia. Estudio sobre las prácticas suicidas; Fondo de Cultura Económica, 2007; Inteligencia ética para la vida cotidiana, Sudamericana, 2006; Temas de bioética para inquietos morales, Ediciones del Signo. 2004 y de El suicidio: deseo imposible. O de la paradoja de la muerte voluntaria en la filosofía de Baruj Spinoza. Ediciones del Signo, 2003. Coordinadora editorial de Perspectivas Bioéticas (FLACSO). Editora de Dilemas éticos en pediatría: un estudio de casos, de Edwin N. Forman y Rosalind Ekman Ladd, Buenos Aires, Paidós, 1998. Ha publicado numerosos artículos en medios periodísticos, en revistas especializadas y en antologías nacionales y extranjeras.
Fuente: http://www.intramed.net/contenidover.asp?contenidoID=69769&uid=345957
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